¿Qué podemos decir, cada uno de nosotros, de lo padecido durante el temblor de este martes? Cada uno, de regreso a lo que llamamos normalidad o rutina, hará el recuento de lo vivido durante esos minutos donde, la fragilidad e impotencia es evidente, y los recuerdos y pensamientos de los seres queridos ocupan todo.
¿Quién fue de los afortunados de estar en compañía, en esos minutos que parecen una eternidad, con los que comparten su vida diaria? ¿Quién, en esos momentos agradeció, en medio de las sacudidas y los ruidos que parecían avisar que ahí terminaba todo, poder abrazarlos e inmóviles esperar lo que parecía el final?
¿Quién, dada su responsabilidad y papel que juega, debió esconder el temor y con sus brazos cubrir a quienes en él veían y encontraban —en esos momentos de terror—, refugio y única protección?
¿Quién, una vez que el movimiento cesó, antes de ver los destrozos en su vivienda, comprobó que los que con él abrazados enfrentaron lo impensable, estaban vivos?
¿Quién, más que llorar o lamentar pérdidas materiales, pudo felicitarse en silencio por el gozo que significaba estar junto a ellos, listos a avisar a los suyos que no estuvieron ahí, que vivían? ¿Quiénes pudieron darse cuenta, al finalizar el temblor, de la belleza infinita de la vida, y poder compartirla con los que uno quiere?
¿Quién, una vez recuperada la calma, empezó a evaluar los daños y manifestar sin proponérselo que, a excepción de libros tirados, loza destruida y sus discos —que aprecia y cuida con esmero—, a pesar de estar en el suelo ahí seguían, listos para ser tocados y alegrar una reunión, o acompañar un rato de tristeza y dolor?
¿Quién, durante esos momentos pudo, abrazados con los suyos, recordar a los que lo quieren y como en un flashback, recordó los momentos vividos, alegres y tristes, con todos ellos?
¿Quién pues, durante esos minutos pudo hacer eso? ¿Usted? De ser así, es un afortunado; dé gracias a la vida y a partir de hoy, disfrútela más cada momento, y también poder estar con los suyos.
En mi caso, soy uno de esos afortunados; por el simple azar, estábamos en el departamento donde vivimos, mi esposa, mi nieto y yo. Los tres compartimos lo que duró el temblor. Agradecí a la vida el poder estar juntos, en esos momentos, los tres.
En el momento de mayor intensidad, pensé que moriríamos; una vez que cesó el temblor, ya las cosas en calma, pensé: ¿qué mejor forma de dejar este mundo que ésta, abrazado con los cercanos que comparten con uno la vida diaria? Imaginé el mensaje que dejaríamos a los que nos quieren, y se quedarían en este mundo: juntos en la vida, y juntos en la salida de ella.
Lo sucedido esta vez, es la segunda experiencia del mismo tipo que enfrento. La primera, la noche del 2 de octubre de 1968 cuando, en compañía de José Nassar Tenorio -Representante de la Vocacional 7 del IPN—, pasé la noche en el Departamento 615 del Edificio Chihuahua.
No cabe duda, he sido afortunado; la primera experiencia me hizo valorar la vida. Sin embargo, la juventud —23 años— e inexperiencia junto con la euforia del movimiento, más la soberbia propia de quienes pensamos que el mundo era nuestro, me llevaron a no valorarla cabalmente.
Hoy, a mis 72, no sólo no cometeré ese error, sino que valoraré cada momento que disfrute, de lejos o de cerca, a los míos, parientes o no, mi esposa y mis tres hijos
—Ángel, Alvar y Elena—, y a mi nieto. Mención aparte —por el papel que han jugado en mi vida—, merecen los amigos; esos que han estado, están y estarán con uno, en las duras y las maduras; los que, en una entrega total, sin reticencia alguna, comparten tristezas y alegrías, éxitos y fracasos.
Por eso le pido, después de haber vivido esos momentos abrazado con los míos, que disfrute la vida a cabalidad. Por lo demás, estoy listo para la tercera la cual, todo así lo deja ver, sería la vencida.
Ángel Verdugo / Excélsior
Página Web - 2017/09/21
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