Si alguna ciudad ostenta el vergonzoso título de la “miseria de la Vivienda de Interés Prioritario”, esa ciudad se llama Cali.
Hace una semana asistí a un foro liderado por la Arquidiócesis, “Observatorio de Realidades Sociales”, en el que escuchamos testimonios de habitantes de Potrero Grande, donde malviven casi 4.000 familias desplazadas de sus tierras por los paras, los narcos, la guerrilla, la delincuencia. Hombres, mujeres y niños a quienes les arrancaron de cuajo su origen, sus costumbres, su entorno, su vida.
Convergieron en Cali, Nariño, Chocó, norte del Valle, Cauca. Diferentes costumbres, tradiciones, gustos culinarios, musicales, familiares. El único común denominador eran el desarraigo y la tristeza. Al principio algunos se asentaron en el jarillón del río Cauca o en la llamada colonia nariñense, un terreno inundado, sin servicios, en el que los primeros ranchos se armaron con pilotes y caña brava. Otros en invasiones a la orilla del río. Pobreza arropada de solidaridad. Agrupados instintivamente en sus mismos orígenes.
Llega a la Alcaldía de Cali Apolinar Salcedo. Se compran unos terrenos que pertenecían al narcotraficante Chupeta. Se aprueban las licencias para construir y hágale: salen del sombrero, por encanto, miles de “viviendas” financiadas a la carrera por el entonces presidente Uribe y Cía. y el municipio: celdas de 28 metros cuadrados, divididas por ladrillo hueco donde hacinaron a la brava a más de 3.000 familias, provenientes de todos los rincones.
Familias desplazadas que tenían sus parcelas. Familias de ocho o 10 personas obligadas a vivir en 28 metros sin privacidad alguna. Sin ventanas ni aire. En el oriente malsano de esta Cali caliente, húmeda, inhóspita y olvidada, concentrados a la brava, apelotonados, condenados al no futuro.
Una bomba de tiempo que con el Tecno Centro del Pacífico, la arquidiócesis, ONG y el interés de posteriores administraciones se ha tratado de desactivar, descubriendo y valorando las diferentes culturas y tradiciones que se mezclan en Potrero Grande y que tratan de devolverles la dignidad a sus moradores.
Vivir en estas celdas es un estigma. El que habita en ellas no consigue empleo. Los jóvenes se agrupan en pandillas territoriales. Y su no-futuro es la violencia y la droga. La vida no vale. La muerte no importa.
Lo indignante, lo patético, lo injustificable es cómo jamás hubo ninguna reacción para enjuiciar a los gestores de este campo de concentración. Como ciegos de soberbia, el ahora expresidente Uribe, Apolinar y sus secuaces posaron para la foto mientras entregaban esas “soluciones de vivienda” a las víctimas desplazadas.
En todos los departamentos del país las viviendas de interés prioritario tienen mínimo 40 metros cuadrados, que tampoco son dignos para familias numerosas del campo. En Cali las obligaron a convivir hacinadas. ¡Nadie dijo nada !
La única reparación posible para estas familias sería devolverles sus tierras, lograr que retornaran a sus orígenes a encontrar de nuevo su cultura.
Mientras tanto, que el Cali excluyente los acepte como parte de su ciudad y descubra esos tesoros ancestrales que traen en cultura, música, gastronomía y creatividad. Y que los gestores de esta barbarie algún día respondan ante la justicia. Potrero Grande no quiere más hijos muertos ni adolescentes violadas. Quiere empleo y oportunidades. ¿Será posible?
AURA LUCÍA MERA / El Espectador
Página Web – 2014/10/20
Fuente: http://www.elespectador.com